Este viernes 13 de agosto se cumplieron 500 años de la caída de la antigua México-Tenochtitlan ante los conquistadores españoles. Bajo las losas de las edificaciones construidas durante el Virreinato yacen las huellas de un imperio que dominó Mesoamérica, y que a lo largo de decenios cientos de especialistas han conseguido desenterrar e interpretar parcialmente, un poco a tientas, apoyados en las fuentes históricas y sobre los hombros de algunos estudiosos de principios del siglo XX, como Manuel Gamio, Leopoldo Batres o Ignacio Marquina.
Por lo menos desde que en 1978 apareció en el subsuelo la figura en piedra de la diosa lunar Coyolxauhqui, reveladora del mito principal que dio estructura a la organización de la vida mexica, y las posteriores excavaciones encabezadas por el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, quien rescató para las presentes y futuras generaciones los restos del recinto ceremonial del Templo Mayor, los descubrimientos no han dejado de sucederse y de sorprendernos.
Gracias a esos hallazgos, que se han prolongado durante los últimos 43 años, hoy tenemos datos precisos de sus ritos religiosos, de sus deidades y sus templos; de sus fiestas principales así como de los alimentos que se servían en ellas y de los atuendos que vestían para la ocasión; de la dieta cotidiana; también sabemos sobre sus prácticas sacrificiales y funerarias, y sobre el dominio territorial y económico que detentaban los mexicas, que llegó a extenderse a lo que hoy es Guatemala.
Solo por mencionar a algunos de ellos, baste describir los descubrimientos del monolito de la diosa Tlaltecuhtli y las ofrendas asociadas en su contexto, el Huei Tzompantli y su torre de cráneos, que horrorizó a los conquistadores y que se conocía sólo por fuentes antiguas; el Juego de Pelota; el templo dedicado a Ehécatl y el Cuauhxicalco y sus ofrendas asociadas, entre las que destaca la de un lobo mexica ataviado con oro.
Tlaltecuhtli, la diosa de la tierra
“El capítulo más reciente sobre el arte escultórico monumental de los mexicas se escribe con el descubrimiento de la ciclópea imagen de la Tlaltecuhtli, ‘señora de la tierra’, progenitora y a la vez devoradora de todas las criaturas. La que se ha convertido desde el memorable 2 de octubre de 2006 en la mayor talla jamás extraída del subsuelo de la ciudad de México, asomó ese día uno de sus cantos, casi en la confluencia de las calles de República Argentina y República de Guatemala. Apareció en su posición original, a unos cuantos metros del ombligo simbólico de la antigua Tenochtitlan. el cual se marcaba con el cruce de los dos ejes rectores del espacio insular: la calzada de Iztapalapa, que corría en sentido norte-sur, y la calzada de Tlacopan, con orientación este-oeste. Es exactamente en esa intersección primigenia donde se erigió el Templo Mayor en un año 2-Casa, y es justo al pie de esta gran pirámide donde se colocó mucho tiempo después el impresionante monolito de la diosa terrestre”, señala el doctor Leonardo López Luján, director del proyecto arqueológico del Templo Mayor.
“Pero la intersección de Argentina y Guatemala también es célebre por la trascendencia de los descubrimientos arqueológicos que allí se han realizado en la última centuria”, escribe López Luján en unos apuntes previamente publicados que compartió con El Economista para la composición de este texto.
En ese ángulo, enumera, Manuel Gamio por primera vez sacó a la luz una parte del Templo Mayor en el año de 1913; luego, en la década de los cuarentas, la demolición del antiguo edificio del Seminario condujo al hallazgo de la Yollotlicue en el ángulo suroeste; en 1978, trabajadores de la Compañía Luz y Fuerza se toparon con el monolito de Coyolxauhqui y propiciaron con ello las excavaciones en el Templo Mayor; y, finalmente, en el 2006, “el destino quiso que se cerrara el círculo en este prolífico cruce con el encuentro fortuito de Tlaltecuhtli en el ángulo faltante, el noroeste”, escribe López Luján, podría decirse casi que por un accidente de albañilería.
“Según lo narra el arqueólogo Gabino López Arenas, el día 2 de octubre cuando uno de los trabajadores rebajaba el perfil del terreno por donde debía pasar un muro de contención, rebasó accidentalmente el límite preestablecido, impactando con su pico una roca cuya vibración le reveló unas dimensiones inusitadas. López Arenas, asistido por Ulises Lina, retiró con cuidado la tierra y descubrió tras ella el costado de un gigantesco monolito. En esta forma, se hacía uno de los hallazgos arqueológicos más trascendentales en la historia de la arqueología mesoamericana”, detalla López Luján.
Cuando Eduardo Matos Moctezuma, Alfredo López Austin y Leonardo López Luján acudieron a verla al día siguiente se dieron cuenta de que se estaban ante una lápida cuadrangular con un tamaño mayor al del monolito de Coyolxauhqui y comparable al del majestuoso disco de la Piedra del Sol, incluso mayor, se supo después, y que tenía 12 toneladas de peso. También era claro que esta lápida había sido tallada en una piedra rosácea con las mismas características de la andesita, y se trataba de la figura de una diosa telúrica y nocturna, apunta el arqueólogo López Luján, con emoción.
Un detalle sorprendente es que el monolito conservó durante siglos sus colores originales, mismos que luego de una larga y minuciosa intervención las restauradoras pudieron recuperar en todo su esplendor. Tlaltecuhtli se encuentra desde hace once años (2010) en el vestíbulo principal del Museo del Templo Mayor, y cabe recordar que su traslado fue una maniobra de ingeniería espectacular.
El Cuauhxicalco y el Templo de Ehécatl
El hallazgo de Tlaltecuhtli detonó un intenso y extenso trabajo de excavación en esa zona del Templo Mayor. En 2011 se localizaron los restos de un Cuauhxicalco, un espacio ritual donde se realizaban ceremonias relacionadas con el fuego y donde, presumiblemente, según las fuentes históricas, se enterraban los restos de los gobernantes o tlatoanis tenochcas.
Al realizar el nuevo acceso subterráneo a la zona arqueológica del Templo Mayor, bajo la plaza Manuel Gamio, a escasos metros de donde el arqueólogo Leonardo López Luján desenterró el monolito de Tlaltecuhtli, se halló uno de los cinco cuauhxicalcos que refieren las fuentes antiguas. El edificio ceremonial, con 16 metros de diámetro y 1.5 de altura, hallado a 5 metros de profundidad, corresponde a la etapa constructiva IV A del Templo Mayor (1440 -1469 d.C.), durante la cual gobernó Moctezuma I, el Ilhuicamina.
El arqueólogo Raúl Barrera, responsable del Programa de Arqueología Urbana (PAU), del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), describe la pieza como una plataforma circular conformada de piedras de tezontle, unidas con lodo, y recubiertas de estuco, y exhibe esculturas de cabezas de serpiente empotradas alrededor, a manera de clavos arquitectónicos y abunda que se ubica exactamente frente al adoratorio dedicado a Huitzilopochtli en el Templo Mayor. Junto al Cuauhxicalco también se encontró un altar en piedra y estuco y dentro de él un tronco de encino que sobrevivió al paso de los años y que resulta ser unos de los árboles sagrados que cita en sus memoriales fray Bernardino de Sahagún, hacia la segunda mitad del siglo XVI.
Un año antes, en enero de 2010, los arqueólogos del PAU descubrieron los vestigios del templo de Ehécatl, edificio con más de 500 años de antigüedad, en un predio a espaldas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México.
Producto de más de siete años de trabajo, el equipo arqueológico identificó a plenitud y desenterró parcialmente el templo de Ehécatl, cuyo origen se remonta al periodo 1481-1486 y tiene una estructura rectangular de 34 a 36 metros de longitud y, en su parte posterior, adosados dos cuerpos circulares, el mayor con 18 metros de diámetro aproximadamente, que se encuentran separados por un andador de 1.10 metros.
Citando las fuentes, Raúl Barrera dice: “Frente al adoratorio de Tláloc, deidad fecunda que residía en el Templo Mayor, estaba el templo consagrado a Ehécatl, divinidad que con sus vientos benignos barría los cielos y atraía la lluvia”. Y no le cabe duda de que el edificio encontrado en Guatemala 16, corresponde al que refieren las fuentes.
El Juego de Pelota
Durante las excavaciones en el predio de la calle Guatemala 16, el PAU descubrió también los restos de un teotlachco o juego de pelota de los dioses mexicas, del cual se tenía un indicio desde el 2005 pero que fue excavado y confirmado en el 2014.
Se trata de una plataforma de 9 metros de ancho, un muro estucado en talud hacia el sur con una elevación de entre 1.75 y 2.15 metros, mientras que hacia el norte presenta escalinatas de cuatro peldaños que desplantan de un zócalo elevado sobre un piso de lajas, refiere la arqueóloga Lorena Vázquez Vallín, jefa de campo en el equipo arqueológico.
En este espacio, que estaba alineado al adoratorio de Huitzilopochtli, dios tutelar del imperio mexica, que compartía la cima del Templo Mayor con el de Tláloc, se detectaron los restos de una escalinata por donde debieron ingresar los combatientes a la cancha del juego ritual, añadió.
Se presume que ambos edificios, el juego de pelota y el templo de Ehécatl separados por poco menos de siete metros estuvieron en uso desde 1481 hasta 1519, coincidiendo con el arribo de los españoles. Consumada la conquista, los edificios tenochcas fueron desmantelados paulatinamente en periodos posteriores para construir la capital virreinal.
El Huei Tzompantli y la torre de cráneos
El tzompantli fue una práctica religiosa común en muchos lugares de Mesoamérica, fray Bernardino de Sahagún contabiliza siete tzompantlis en el recinto sagrado de los tenochcas. Pero el Huei Tzompantli o Gran Tzompantli del Templo Mayor, el que horrorizó a los conquistadores españoles cuando arribaron a Tenochtitlan, no tiene parangón. Y es éste, del que sólo se sabía por relatos históricos, el que los arqueólogos y arqueólogas del INAH descubrieron en 2015 a dos metros de profundidad bajo el piso de una casona colonial en la calle de Guatemala, en el corazón de la Ciudad de México, y se trata del más importante encontrado a la fecha en el recinto ceremonial de los aztecas, refiere el profesor Eduardo Matos Moctezuma.
Se trata de una plataforma rectangular que estuvo recubierta de estuco, que exhibía en su superficie la impronta de 16 postes de madera que fueron parte de la empalizada donde se exhibían los cráneos de los sacrificados al dios Huitzilopochtli, se estima que podría medir 34 metros de longitud, 12 de ancho y entre 45 y 70 centímetros de alto.
En una de las esquinas del Huei Tzompantli, excavado e investigado por un equipo mayoritario de mujeres arqueólogas encabezadas por Lorena Vázquez Vallín, se encontraron los restos de una torre de cráneos, un muro cilíndrico de seis metros de diámetro construido con cientos de calaveras humanas, amalgamadas “como ladrillos, con cal y en varias hileras.
El militar y cronista Andrés de Tapia, que llegó a Tenochtitlan en la leva de la conquista, hombre de confianza de Cortés, narra cómo era el Tzompantli:
“Estaban frontero de esta torre (se refiere al adoratorio de Huitzilopochtli en el Templo Mayor) 60 o 70 vigas muy altas (…) puestas sobre un teatro muy grande hecho de cal y piedra, y por las gradas de él muchas cabezas de muertos pegadas con cal, y los dientes hacia afuera (…) y las vigas apartadas unas de otras poco menos de una vara de medir, y desde lo alto de ellas hasta abajo puestos palos cuan espesor cabían, y en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes (…) y quien esto escribe y un Gonzalo de Umbría (…) hallamos haber ciento treinta y seis mil cabezas, sin las de las torres”.
El Huei Tzompantli hallado en el predio de la calle República de Guatemala 24, el único descubierto hasta ahora en lo que fuera el perímetro del Huei Teocalli o recinto ceremonial tenochca, está conformado por dos plataformas rectangulares superpuestas en tres periodos constructivos, hechas con sillares de tezontle y recubiertas de estuco, la plataforma de la última etapa (1502-15020) podría medir hasta 34 metros de longitud, 12 de ancho y entre 45 y 70 centímetros de alto, pero solo se ha excavado el extremo noreste de la plataforma.
De acuerdo con la cosmovisión mexica, en la cabeza residía el tonalli, una de las tres entidades anímicas de los seres humanos, que dotaba a los individuos de fuerza vital y voluntad y se alimentaba con el calor del Sol, de allí que estuviera asociada al dios solar Huitzilopochtli. Y por esa razón, sólo se exhibían cabezas en el tzompantli, refiere la arqueóloga Lorena Vázquez Vallín.
En la religión mexica, la ofrenda de vidas humanas a los dioses tenía un carácter religioso conectado con la vida práctica. La idea de que la muerte era necesaria para que la vida continuara estaba muy arraigada y, por ejemplo, morir en la guerra era una aspiración para todo joven guerrero mexica.
Los aztecas tenían presente que necesitaban de los dioses para vivir y que ellos, a su vez, eran necesarios para que los dioses siguieran viviendo. El mito del dios solar que se alimentaba de corazones humanos para tener la fuerza suficiente y ganar cada día la batalla contra las fuerzas nocturnas, la Luna y las estrellas, es el fundamento original de ese sentido mutuo de pertenencia y necesidad entre los dioses y los humanos, que se concreta en la práctica sacrificial. En ese sentido, estos ritos no son de muerte sino de vida, sacrificaban para que la vida continuara, remata la arqueóloga.
La ofrenda del lobo mexica y otros hallazgos alrededor del cuauhxicalco
En torno al Cuauhxicalco, el edificio reservado para las exequias de los tlatoanis mexicas, se han realizados una serie de descubrimientos importantes, por lo menos en la última década; destaca piso de lajas de tezontle, descubierto en 2012, donde destacan 26 piezas grabadas con figuras de carácter bélico y serpientes que, en opinión de Lorena Vázquez Vallín, arqueóloga del PAU, cuyo espacio se puede interpretar como “el lugar al pie de la montaña sagrada donde se realizaban diversos ritos y ceremonias en honor del dios tutelar de los mexicas”.
Estudios subsecuentes revelan que podría tratarse del Coaxalpan, un patio aledaño al Templo Mayor de Tenochtitlan aludido en las fuentes históricas, donde se realizaban ceremonias funerarias y se legitimaba el valor de la guerra, fundamental en la época expansionista del Imperio mexica, encabezada por el tlatoani Moctezuma Ilhuicamina, hacia 1440-1469 d.C, detalla.
En 2017, sobre la base del cuauhxicalco que aún no está visible al público debido a que se encuentra en investigación, los arqueólogos Antonio Marín Calvo y Alejandra Aguirre, integrantes del equipo que lidera Leonardo López Luján, encontraron una ofrenda funeraria, la 174, cuyo personaje central eran los restos de un lobo joven recostado sobre su lado derecho y ornamentado con un anáhuatl de oro (una especie de pectoral bélico), un collar de piedra verde tipo jade y cascabeles sujetados en las patas traseras, que probablemente habría sido ofrecido a una figura femenina de alto rango en la sociedad mexica.
La ofrenda corresponde a la etapa VI del Templo Mayor entre los años 1486-1502 y en ella se localizaron además 22 piezas de oro que probablemente formaron parte de un atuendo y otros materiales, como conchas marinas, me dice el arqueólogo Marín Calvo.
Detalla que los estudios que se han realizado hasta ahora ha arrojado que probablemente se trate de un animal hembra o con una carga simbólica femenina, ya que junto a él se encontró un tzotzopaztli, que era un instrumento para tejer asociado a la mujer prehispánica, pero también era usado como arma por las mujeres guerreras, por lo que el contexto remite a los conceptos de muerte, guerra y sacrificio.
Dice Marín Calvo que en el contexto del Cuauhxicalco se han localizado “decenas de ofrendas, dispuestas tanto en el interior del templo como en el exterior”, incluso alrededor del monumento. Una de ellas, la 176, guardaba un infante ataviado como Huitzilopochtli, y la 167, que contenía objetos de oro simbolizando el mito de Coyolxauhqui.
Es innegable que arqueólogos como Eduardo Matos Moctezuma, Leonardo López Luján, Raúl Barrera, Álvaro Barrera, Carlos González, Adrián Velázquez y Ximena Chávez, entre otros, han hecho y siguen haciendo un trabajo de trascendencia mayúscula para reconstruir el rostro de la antigua urbe mexica y la cultura que nos legó, y en ocasión del quinto centenario de la caída de la Gran Tenochtitlan, habría que agregar otros nombres, pertenecientes a una nueva generación de arqueólogas, arqueólogos y restauradoras como Lorena Vázquez Vallín, Antonio Marín Calvo, Alejandra Aguirre, Rodolfo Aguilar, Karina López, Mari Laidy Hernández, Jacqueline Castro, Érika Lucero Robles, Mirsa Islas,Gerardo Pedraza, Nicolás Fuentes, Miguel Báez Pérez, Israel Fuentes, Ingrid Trejo, Sandra Liliana Ramírez, José María García, Eduardo Ambrosio Lima y Patricia Campos Díaz, entre muchos otros, que siguen tras las huellas de esas tribus que en 1325 decidieron fincar sus reales y construir un imperio en estas tierras, ahora mexicanas.
Fuente: El Economista.