Lo que está ocurriendo en Nuevo León es además de una clara persecución política, la muestra de que el sistema electoral no funciona para lo que debiera y en lugar de fortalecer el régimen democrático, lo vulnera por varios lados.
Las reformas político-electorales han tenido su origen en la desconfianza de los jugadores, después de cada elección los actores políticos empujan cambios al sistema electoral dirigidos supuestamente a limitar los excesos de unos o de otros, según haya sido el resultado de las elecciones.
En la década de los noventa, los principales cambios respondieron a demandas de las oposiciones de ese entonces, autonomía del arbitro electoral, padrón electoral con controles para evitar fraudes, financiamiento público a los partidos para poner el piso parejo, descentralización de las instituciones electorales, creación de un tribunal especializado, la posibilidad de alianzas, coaliciones y candidaturas comunes y otras tantas que en suma permitieron el primer gobierno sin mayoría en 1997 y la primera alternancia en el año 2000.
Sin embargo, las reformas electorales de este siglo, han sido ambivalentes, atendiendo algunas asignaturas pendientes como la reelección, la democracia participativa y el voto en el extranjero; pero en otros sentidos regresivas, pues responden, no ya a una demanda social generalizada de democratización del sistema, sino a los intereses de los actores políticos y a las rabietas de otros que perdieron las elecciones y asumen que cambiando las reglas del juego, tendrán mayores posibilidades de acceder y mantenerse en el poder.
Los dos ejemplos más claros fueron el cambio al modelo de comunicación política de la reforma de 2007 y en el 2014, la transformación del IFE en INE, implicando una re centralización de diversas funciones electorales, un modelo de fiscalización exhaustivo y el endurecimiento de las restricciones para la propaganda gubernamental.
Así, llegamos a la elección más importante de la historia del país, con reglas que fiscalizan hasta el último centavo que se gasta en las campañas o por lo menos eso se pretende, pero a pesar de ello no se ha erradicado el clientelismo; con regulaciones en materia de comunicación política que impiden a los gobiernos informar, pero no cuentan con mecanismos efectivos para evitar que el presidente de la República haga campaña desde sus conferencias; con una formula que privilegia la sobre representación de las mayorías en el Congreso de la Unión y afecta la pluralidad; con la primera reelección en el ámbito federal que no tiene leyes secundarias y que en lugar de anclar las candidaturas a los resultados en el ejercicio del cargo, se sigue dejando a la discrecionalidad de las dirigencias partidistas la postulación de candidatos; con la inexistencia de urnas electrónicas que permitan votar de forma segura en tiempos de pandemia, entre otros pendientes.
Adicional a los cambios de 2014, tres reformas impulsadas después de la elección de 2018 se suman al marco que norma el proceso electoral actual, por un lado la reforma constitucional por la que se estableció como delito grave, es decir que amerita prisión preventiva oficiosa, el uso de programas sociales con fines electorales; la reformas en materia de revocación de mandato y las iniciativas no concluidas para que agresores sexuales, deudores alimenticios y personas con antecedentes de violencia familiar no lleguen al poder, que quedaron en lineamientos emitidos por el órgano electoral.
De estos últimos quizá el más significativo es el que dota a los procesos electorales de una visión punitiva, que amerita prisión. Es en ese resquicio constitucional en el que el gobierno intenta amparar su proceder en Nuevo León, así como en el uso político de la institución de procuración de justicia, que supuestamente es autónoma, pero que a todas luces responde a los intereses del presidente y el partido en el gobierno.
Una Fiscalía a modo, la Unidad de Inteligencia Financiera persecutora de adversarios y la posibilidad que da la reforma constitucional de llevar a prisión a los opositores para sacarlos del camino, son el peor de los cocteles antidemocráticos.
Para qué queremos una reforma electoral, para que vaya en el sentido de fortalecer el régimen democrático y atienda las asignaturas pendientes como el voto electrónico, la sobre representación o la segunda vuelta electoral, o bien, para ir en la ruta contraria de darle más poder al poder, como propone el coordinador de la mayoría parlamentaria en el Senado de la República, desaparecer y callar al INE y al Tribunal para dejar en manos del gobierno las elecciones; definitivamente esa no es la reforma democrática que necesita el país.