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Institucionalizar el Sin Estado

Por: Elizabeth Juárez Cordero

En México, la presencia del crimen organizado y el aumento de la violencia en cuando menos los últimos 15 años, ha puesto en duda desde entonces la capacidad del Estado, para frenar la expansión de los grupos delincuenciales, principales causantes del aumento de homicidios, que año con año superan una nueva cifra histórica, los cientos de miles de víctimas directas e indirectas, aunado al surgimiento de nuevos indicadores como el número de masacres, desaparecidos o desplazados son parte del lenguaje que se hace costumbre, diagnóstico de un fenómeno que lo mismo irrumpe las relaciones cotidianas, trastocando las vidas familiares, escolares, laborales, los encuentros sociales y el libre tránsito, que el funcionamiento de las instituciones públicas en su tarea de gobernar.

Por el contrario, la intromisión ampliamente documentada, de los cárteles del narcotráfico a las instituciones gubernamentales en todos sus órdenes, incluidas las áreas de gobernabilidad y seguridad, no pocas veces nos ha llevado a afirmar que estamos desde hace algún tiempo frente a un claro debilitamiento de las capacidades estatales, que por omisión o complicidad han cedido ante el primer y principal fin del Estado, que es el de garantizar seguridad a su población.  

La descripción de un Estado fallido, cuyo monopolio legítimo de la violencia ha ido entregando poco a poco a los intereses de grupos delincuenciales, lejos de un acuerdo de control  o pacificación ha encontrado como respuesta, la proliferación de un modo de vida que ha dejado atrás la mera venta y trasiego de drogas, haciéndose de otros mercados como el cobro de piso a los dueños de pequeños o medianos negocios, el traslado de mercancías y migrantes, la trata de personas, la extorsión o el secuestro, entre otras expresiones casi siempre delictivas, que más que constituir fuentes de financiamiento son el reflejo ominoso de su poder, que al no tener límites más que las disputas territoriales de grupos rivales, como ocurre con cualquier otro poder, tiende a la expansión.

Por su parte, desde el Estado pareciera prevalecer un reconocimiento de su propia incapacidad para hacer frente a la presencia de grupos delincuenciales y sus efectos colaterales, en una suerte de institucionalización del Sin Estado, a través de la creación de leyes e instituciones contrarias a su naturaleza, tales como aquellas relacionadas con la atención a víctimas o la atención de fenómenos muy específicos como el desplazamiento forzado, la existencia de las fiscalías de desaparecidos o los centros forenses; son todas un sin sentido bajo la óptica de un Estado moderno.

A diferencia de otros procesos como la denominada justicia transicional, no están pensadas con un carácter temporal o en todo caso de “tránsito” para la reconfiguración nacional. De modo, que el reconocimiento a las víctimas, como consecuencia de las violaciones y abusos de poder, en este caso ejecutadas por el Estado, mediante mecanismos que permitan atender a las víctimas directas e indirectas y garantizar su no repetición, como objetivos de la justicia transicional, sin duda necesarios y con experiencias mejor logradas en otros países que en el nuestro; son al final del día también un reconocimiento de su propia deslegitimación.

En fechas recientes, seguramente habrá escuchado un mensaje de la Cámara de Diputados “Aprobamos la creación del Centro Nacional de Identificación Humana, para garantizar a toda persona desaparecida el derecho de ser buscada y localizada, y en caso de estar sin vida, ser identificada y entregada dignamente a sus familiares. Este centro diseñará, ejecutará y dará seguimiento a las acciones de búsqueda forense, para recuperar, recolectar, resguardar, trasladar, transportar y analizar cuerpos y restos humanos”. (En: https://www.youtube.com/watch?v=Fhwto23ZgvQ). No sé a usted estimado lector, pero a mí me parece una clara dimisión, que de sólo escucharlo por tratarse de quien se trata, me genera más incertidumbres que certezas.

Si bien la creación de este Centro como la propia Ley General en materia de desaparición forzada de personas, desaparición cometida por particulares y el Sistema Nacional de Búsqueda, forman parte de una exigencia de colectivos de víctimas y familiares, incluso reconocidas por la oficina de derechos humanos de la Organización de Naciones Unidas en México como herramientas ante la crisis forense en el país de poco más de 50 mil cuerpos sin identificar, no debiera obviar que bajo el supuesto logro o avance, hay de fondo una perversión de los fines del Estado, y por lo tanto una transgresión de quienes al frente de las instituciones, en acción o en omisión han sido parte o dejado de hacer, para llegar al momento en el que nos encontramos.

De ninguna manera se trata de negar su necesidad, de esta y otras iniciativas, anteriores y futuras que aspiren a atender un fenómeno cuyo avance pareciera incontenible, pero bien haríamos en repensarnos en las caras de la normalización de la violencia, en cuestionarnos ¿en qué punto pasamos de enarbolar un discurso de derechos progresivo a uno que reconoce el derecho por ejemplo a la reparación integral de las víctimas?, ¿en qué momento hicimos tan cotidiano el fenómeno de la violencia que iniciamos un proceso de institucionalización de las propias incapacidades del Estado?

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