Opinión
Lorena Cortés
En cualquier democracia, el voto es la herramienta más poderosa que posee la ciudadanía para expresar su aprobación o rechazo hacia sus gobernantes. El voto debería de ser, en una democracia moderna, el más claro acto de rendición de cuentas.
En México, este acto cobra especial relevancia frente a la situación actual: un país enlutado por la violencia, un país donde su presidente Obrador revictimizó a las víctimas, donde las madres que buscan bajo la tierra a sus hijos, fueron soslayadas por el presidente.
El saldo que deja la administración obradorista es impresentable; México multiplica cuatro veces la tasa promedio mundial de homicidios dolosos. La crisis humanitaria de las desapariciones forzadas en México es un fenómeno criminal único en su tipo en el mundo. El desprecio y la criminalización por parte del presidente López Obrador a las miles de víctimas de la violencia es inadmisible e indigno.
La filósofa Hannah Arendt, en su obra la “banalidad del mal”, describió cómo los actos atroces pueden volverse ordinarios y desprovistos de significado moral. En México la violencia ha seguido un camino similar, despojándose de su horror intrínseco para convertirse en una parte casi rutinaria de la vida diaria.
Este proceso de normalización y banalización de la violencia no es causal, es el resultado de años de exposición constante a una realidad violenta que ha erosionado la capacidad de las autoridades y la sociedad en general para indignarse y exigir justicia.
En este contexto, el Presidente Obrador lejos de actuar con firmeza y contundente rechazo, a menudo a mandado mensajes que se leen con una suerte de complacencia hacia con los grupos criminales generadores de tanto dolor, perpetuando un ciclo de impunidad que fortalece la cultura de la violencia.
La filósofa Simone de Beauvoir escribió que “el opresor no sería tan fuerte sino tuviese cómplices entre los propios oprimidos”; la “aceptación pasiva” la “resignación al miedo” por parte de la sociedad, alimentada por el miedo, la resignación y la desconfianza en las instituciones, contribuye a un entorno donde la violencia puede florecer sin resistencia significativa.
El voto de castigo debería de ser un recordatorio de que los gobernantes deben rendir cuentas por sus acciones y omisiones. Es una señal de que la democracia no sólo consiste en elegir a los líderes, sino también en exigirles que den resultados.
México se ha convertido en uno de los lugares más peligrosos del mundo, en el gobierno de López Obrador ha habido 180 mil muertes violentas, mucho más que en la guerra de medio oriente.
Las víctimas de la violencia en México no merecen más de lo mismo. Merecen un gobierno que se comprometa a parar la matanza y que esté dispuesto a tomar las decisiones necesarias para enfrentar este complejo panorama de inseguridad. El voto de castigo es un paso hacia esa dirección, un voto en honor a los que ya no están y una esperanza para los que seguimos aquí.