Jaime Darío Oseguera Méndez
Los resultados electorales obligan a reflexión de cara al futuro. Independientemente de las preferencias, el sistema de reparto del poder pasó su examen en términos generales.
El sistema político mexicano siempre ha sido objeto de análisis y reflexiones en el ámbito académico internacional. Principalmente porque entre lo que dice la ley o la constitución y las prácticas políticas siempre ha habido grandes diferencias.
Por ejemplo tenemos un federalismo con municipios pobres y sin capacidades administrativas. Tuvimos muchos años elecciones pero nadie creía en los resultados. Partidos políticos que son testimoniales y sólo se convierten en un negocio particular.
En eso consiste la diferencia entre un sistema jurídico y un régimen político. El primero está plasmado en lo que dice la constitución y las normas que se desprenden de ella. Es su componente legal.
El régimen se refiere a las prácticas, las formas en que se ejerce el poder; la manera en que se aplican y se llevan a cabo las políticas. México igual que Alemania o Estados Unidos somos una república con un sistema federal, pero no funcionamos igual. Tenemos regímenes políticos diferentes.
Del domingo para acá se ha vuelto un lugar común decir que asistimos a un cambio de régimen. Es decir, que el resultado abrumador a favor de Morena, provocará prácticas políticas que habíamos pensado erradicadas por la eventual excesiva acumulación del poder, con menos contrapesos, equilibrios endebles, corrupción. Elementos que cuando se combinan casi siempre derivan en tentaciones autoritarias.
Esperemos resultados finales, en lo que pasa la euforia y la autoridad electoral exhibe sus virtudes o deficiencias. Tienen que rendir cuentas de sus procesos
El principio básico de una actitud democrática es aceptar la voluntad de la gente. La mayoría decide el rumbo de la conducción política. Cualquiera que se precie de identificarse como un demócrata debe respetar la finalidad del sistema de representación: Quien gana la elección tiene el derecho de tomar las decisiones por el colectivo.
Justamente esa premisa aceptada por la minoría, como resultado de la voluntad colectiva, es la que debe conducir a las mayorías a no avasallar a sus adversarios.
¿Tiene el derecho de cambiar a su modo la Constitución, transformar el régimen, desaparecer poderes, establecer medidas autoritarias, antidemocráticas, alguien que acaba de ganar el poder con claras mayorías? No.
El sistema electoral sólo reparte el poder, pero la legitimidad política se deriva de buenas prácticas de gobierno. Una de ellas es el consenso. El gobierno de pactos implica considerar y valorar a opinión de las minorías que a fin de cuentas también son resultado de un proceso electivo.
Hay muchos ejemplos en el mundo donde la legitimidad derivada de mayoría de votos, se ha transformado en medidas antipopulares, dictatoriales, contrarias a la tradición histórica de los países y que revierten la autoridad política que dieron las urnas.
El sistema electoral solo reparte el poder, no da de comer a la gente ni provoca bienestar o felicidad. Simplemente distribuye el conflicto, que siempre está ahí latente.
Claudia Sheimbaum gana el poder con una cantidad mayor de votos que el propio Andrés Manuel López Obrador. Eso habla de que fue vista con más confianza. Será la primer mujer en un país mayoritariamente de mujeres que les ha venido abriendo las oportunidades laborales, económicas, empresariales, educativas y de mayores niveles de igualdad. Esperemos ver como nos va al final del sexenio.
La calidad de la democracia moderna reside en respetar a las minorías que constituyen el amplio espectro de la pluralidad de una sociedad. De otra manera se actúa con fundamentalismo, como en los países islámicos o con totalitarios como en los soviéticos o con absolutismo como en las monarquías.
La calidad de la democracia no significa desconocer al que tiene la mayoría, ni que éstos ametrallen a las minorías, sino conservar y promover las principales garantías de corte liberal clásico como el debate parlamentario en el congreso, el consenso con los grupos minoritarios, sean estos políticos o de diversa naturaleza.
Deberán respetarse sin discusión alguna las libertades de asociación, expresión, religiosa, de protesta incluso y los derechos a disentir en el marco del respeto por el pensamiento político diverso.
Esta semana leímos con mis alumnos de Maestría el clásico libro de Robert Dahl “La Poliarquía” donde se discute el tránsito de países con regímenes democráticos a hegemonías cerradas u oligarquías de derecha o izquierda. La clave en este tránsito, que es también el de México, es justamente que los ganadores, cualquiera que sea el margen, garanticen que los ciudadanos puedan gozar de las libertades que permitan el debate y la participación pública; aunque sean menos.
De ahí se deriva la garantía de participación, competencia política abierta y competitiva, que incluye una vida activa, con debate y consensos en el parlamento. En la medida en que el sistema se hace más competitivo, dice Dahl, se vuelve también más representativo, abriendo nuevas y diferentes oportunidades de participación y enriqueciendo la pluralidad que caracteriza a las sociedades modernas.
Ahí reside el reto del nuevo régimen: pueden convertirse en un partido con capacidad de debate en los órganos representativos, respetando los derechos de los que piensan diferente y aceptando que es posible una sociedad en la que todas las partes se encuentren representadas. La contraparte sería una organización política, partidista, gubernamental, nomenklatura cerrada que nos lleve hacia los años del partido hegemónico sin capacidad de escuchar a la sociedad
No debería haber pensamientos unidimensionales o únicos. Eso ya pasó en el viejo régimen del que tanto renegaron quienes hoy detentan el poder. Si no tienen la tolerancia, prudencia e inteligencia suficiente, bien podrían convertirse en los principales promotores de su regreso.