Elizabeth Juárez Cordero
Las propuestas de reforma constitucional que propondrá el presidente Andrés Manuel López Obrador el 5 de febrero, en las que ha adelantado buscarán modificar las reglas de acceso al poder público, es decir del sistema electoral, así como el principio de separación de poderes, por lo que hace a la integración del Poder Judicial y la desaparición de órganos autónomos; se resumen ni más ni menos que en la propuesta de un cambio de régimen político, que aspira a modificar las reglas formales, bajo las que se accede y distribuye actualmente el poder en México.
Apuesta que enmarcada en la elección de junio próximo, anticipa desde ahora que aun con el alto número de cargos públicos a disputarse a lo largo del territorio nacional, incluido el del jefe del ejecutivo, la mira del grupo gobernante estará centrada en la integración de las Cámaras de Diputados y Senadores; y que de confirmarse el triunfo de su candidata presidencial, tal como lo proyectan las encuestas electorales, permitirán al próximo gobierno materializar las propuestas de reforma, que por ahora, apenas servirán como insumo de campaña, pero que de concretarse, invariablemente repercutirán sobre la forma de hacer gobierno, es decir de distribución del poder público, si bien no necesariamente irreversibles, sí cada vez más lejos del ideal democrático.
Tener claro este cambio de tuerca propuesto para la vida política del país es de la mayor trascendencia, en principio porques es la primera vez que, desde que tuvo lugar la alternancia en el año 2000, es decir desde la entrada a la pluralidad, se colca como una posibilidad real la modificación de la estructura constitucional, por lo que hace a los accesos y controles establecidos al poder público; pues si bien durante muchos años se habló de la Reforma del Estado, incluso de propuestas que tendían hacia la parlamentarización, lo que hoy se pone sobre el tablero electoral no tiene comparación alguna.
La propia tesis de la transición votada en México, tuvo como medula de su critica un proceso de cambio político que no había modificado las reglas escritas y no escritas del sistema político del partido hegemónico, sino por el contrario, esta alternancia en el poder no sólo no habría significado una ruptura con el régimen anterior sino que se había cimentado bajo sus reglas e instituciones. De ahí que la crítica y los desafíos por delante, trazados desde entonces, obligaban a pasar de una democracia procedimental, limitada a la garantía del ejercicio del voto, a una que colocará la participación ciudadana como un activo permanente de la deliberación en la esfera pública, y por lo tanto no reducida al día de las elecciones.
En este sentido, analizar la propuesta de cambio de régimen que se pone en juego en la elección de este año, requiere mirar más allá de la definición de democracia de estampita de papelería, bajo la que se sostuvo la promoción institucional de la educación cívica y de participación ciudadana que los propios órganos electorales se encargaron de difundir, y cuyos exintegrantes hoy pretenden desde las calles alertar a la ciudadanía sobre los peligros del autoritarismo, así manifiesto en la convocatoria de la marcha nacional del 18 de febrero próximo, a la que han llamado organizaciones, grupos de intelectuales, y a la que con oportunidad se han sumado también los partidos del Frente opositor.
Cierto es que las pulsiones de regresión autoritaria existen, pero siempre lo han estado, estuvieron presentes desde el día uno después de la alternancia; justo porque alcanzar esta transición pacífica del poder nunca fue un punto de llegada, sino que, por el contrario debió ser el punto de partida que nos permitiera alcanzar un mayor grado de comprensión democrática, fuera de los auditorios, los salones de derecho constitucional y las sesiones de pleno de los órganos electorales.
Las llamadas de alerta han estado ahí a la vista de todos, en la configuración de los poderes locales de los gobernadores feudales, el intento de desafuero en 2006 de Andrés Manuel, la recentralización del poder ocurrida en el sexenio pasado de Enrique Peña Nieto, en los gobiernos de todos los niveles, los de antes y los de ahora capturados por la corrupción y los grupos de delincuencia organizada; son solo ejemplos.
La desvaloración democrática es evidente, el no haber dado el paso en la ciudadanización democrática, sometidos a la predominancia de las oligarquías partidarias y a la institucionalización elitista y simulada de los órganos autónomos, aunado a las crecientes desigualdades sociales; puede estar por cobrarnos factura. Socializar los efectos del cambio de régimen propuesto, sin que necesariamente se traduzca en una posición partidaria, en tiempos de polarización parece complejo, pero no hacerlo sería también tomar partido cuando lo que están puesto en juego en 2024 no solo es la disputa del poder público.