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Obsesiones del poder

Por: Elizabeth Juárez Cordero

La política como otras acciones humanas, es susceptible de ser presa de las ideas, pensamientos y deseos permanentes de quienes la practican, se podrá decir que la primer y principal obsesión de quien hace política es el poder mismo. Sin embargo, a estas subyacen otras ideas que forman parte de la personalidad de los hombres y mujeres que se disputan el poder público y que, una vez instalados en el cargo, dejan testimonio reiterado de sus conductas, gustos y desafecciones.

Estas obsesiones o manías si bien forman parte de los rasgos distintivos de la personalidad, que tenemos todas y todos, más allá de la profesión o actividad que se desempeñe. En el servicio público, estas tienden a reflejarse no solo en el estilo de gobernar sino en el ejercicio y resultado de éste; observable en el lenguaje como parte del discurso, en las causas y luchas que les movilizan, y que desde luego se materializan en iniciativas, leyes, programas, obras, acciones y políticas.

A diferencia de las ideas y pensamientos que nos rondan a todos, que nos identifican, que nos hacen únicos y al mismo tiempo semejantes con un grupo más reducido, las obsesiones de las mujeres y hombres del poder tienen una repercusión fuera de su esfera privada; que serían sino intrascendentes apenas anecdóticas si no fuera porque desde la privilegiada posición que les concede el quehacer público las materializan, utilizando los recursos a su alcance, presupuestales, humanos y materiales, incluida la llave del reconocimiento gratuito que siempre trae consigo el encargo y que abre puertas con mayor facilidad.

Los cargos de gobierno unipersonal, por sus propias facultades normativas depositadas en una persona, posibilitan el traslado de una mera idea a una acción, cargos que aun cuando puedan contar con un gabinete de asesores y especialistas en las distintas ramas del gobierno, la subordinación al jefe puede frenar la posibilidad de opinar de manera crítica, ya no digamos contraria.

Piense usted en los periodos de gobierno de presidentes, gobernadores, presidentes municipales, ejemplos sobran para ilustrar el sello de su personalidad obsesiva al frente de las instituciones, lo mismo en acciones bien intencionadas que en ocurrencias, que si bien pueden tener como justificación un beneficio colectivo, como un programa social o la construcción de una obra de aparente desarrollo económico, pero que al carecer de diagnósticos y estudios que analicen su necesidad, pertinencia y viabilidad, difícilmente trascenderán como una obra o acción bien lograda.

Pues son los diagnósticos, los que generalmente se adaptan a las acciones gubernamentales y no las acciones y programas como resultado de los primeros, en tanto su motivación está centrada en un pensamiento fijo o en el deseo de quien detenta el poder que, en el mejor de los casos, logrará sostenerse durante el periodo de gobierno de quien lo implementa.

La falta o debilidad de controles institucionales son otro elemento que facilita la ejecución de determinaciones personalísimas, de ahí que el efectivo equilibrio de poderes será, aunque no garantía, un buen antídoto frente a las salidas legales que concede la propia función administrativa de los ejecutivos.

Las grandes obras de infraestructura convertidas en elefantes blancos, la implementación de programas sociales sin viabilidad financiera que al cabo de un tiempo desaparecen, la aprobación de normas y decretos anticonstitucionales, la creación de nuevas instituciones y dependencias ahogadas en su gasto corriente, la implementación de celebraciones o aniversarios luctuosos irrelevantes, la construcción de espacios de esparcimiento o el apoyo financiero a equipos deportivos, desde el futbol hasta el beisbol, según la preferencia del gobernante, se suman a la lista de deseos materializados, cuyas sumas y pérdidas al erario público se contabilizan en miles de millones.

Las obsesiones de los poderosos, que seguramente ya ha ido delineando con nombre y apellido el matiz de su memoria estimado lector, más lejana o cercana en el tiempo, según su contexto y sin importar el color partidario de los gobernantes; nos persiguen, abandonando la psique del grupo reducido de quienes detentan el poder, sometiéndonos al trastorno colectivo de la inacción, que normaliza, tolera, calla y es cómplice de lo absurdo, lo anticonstitucional,  irracional y superfluo que, cada vez con mayores ventanas podemos observar en el compulsivo ejercicio del poder.

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