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Las madres de mayo

Por: Elizabeth Juárez Cordero

La celebración del Día de las madres en nuestro país, el pasado 10 de mayo, evidenció como probablemente nunca antes, el dolor que guardan en las entrañas miles de mujeres, cuyas vidas han sido interrumpidas en la ausencia de sus hijas e hijos, asesinados, desaparecidos, sustraídos, arrebatados de sus propias vidas tanto como de la vida de aquellos que les lloran, buscan y claman justicia.

A diferencia de los hijos de padres fallecidos, huérfanos, o de la pérdida de un esposo o esposa, viudos, no existe una palabra que pueda describir la condición de un padre o una madre cuando pierde un hijo. El dolor es inimaginable, descriptible apenas en una vida, en la que su principal sentido reside en el otro, en el sin el otro, en el de las hijas e hijos que no están.

Pues como ocurre en la mayoría de las culturas latinoamericanas las mujeres hemos sido criadas y valoradas en razón del otro, los padres, la pareja, los hijos; somos y tenemos un lugar en la vida porque somos para otros. Más allá de esta subvaloración fuertemente arraigada, desde luego discutible, en países como el nuestro es innegable que las estructuras y relaciones familiares han quedado atravesadas por el fenómeno de la violencia.

Los más de 300 mil homicidios que se suman de 2006 a la fecha o los casi 100 mil desaparecidos en México, han llevado a miles de mujeres de un extremo al otro del país a las calles, quienes han dejado las labores cotidianas, predominantemente relacionadas con las actividades domésticas y de cuidados, por el espacio público.

Reconocidas en el dolor, se han agrupado y solidarizado entre ellas, lo mismo para ser un soporte emocional que para hacerse de herramientas legales y espacios institucionales para ser escuchadas por las autoridades. Las manifestaciones recientes en la Ciudad de México, en avenida Reforma, afuera de Palacio nacional, así como en otras capitales del país, son apenas muestra de lo que han transitado y construido juntas; en colectivos, asociaciones, grupos de búsqueda.

Del mismo modo que en la década de los setentas, como resultado de la cruenta dictadura Argentina de Videla, surgieron las madres y abuelas de la Plaza de mayo, movimiento que con sus matices ha sido replicado en varios países, primero como expresión de las desapariciones forzadas perpetradas por los regímenes autoritarios y en años más recientes, como efecto de las disputas entre el crimen organizado.

Esas madres, las que salieron a las calles, son no solo el recordatorio de los que no están, sino el dolor latente de un país que no logra superar la crisis de violencia e inseguridad, desde hace ya varios años, que lo mismo debieran acusar de recibido los gobiernos de antes como de ahora, de un color o de otro, y que no excluye a quienes legislan, como tampoco lo hace con los mandatados a procurar e impartir justicia en este país.

Porque no excluye a quienes, desde la sociedad, empiezan a normalizar la estadística o a asumir y reproducir como lo hacen a priori muchas de las autoridades, que “seguramente andaba en malos pasos”,” que sí tenía vínculos con el crimen organizado” o que si es mujer “al rato aparece, porque se fue con el novio”.

La propia vida familiar, no pocas veces núcleos generadores de violencia, son también el recordatorio de esas otras madres, las que toleran, consienten e incluso se benefician de las actividades ilícitas de sus vástagos, porque los delincuentes también tienen madre, aunque ello implique poner en duda la imagen de la madrecita mexicana, santa y abnegada, así lo narra la escritora Sara Sefchovich en Demasiado odio.

En ese entramado de complicidades de unos y de otros, de quienes hacen o dejan de hacer, estamos sumidos en un espiral de dolor interminable, que solo parece adquirir significado cuando el que no está, es uno de los nuestros.

A ellas a las mujeres madres de mayo, nuestra solidaridad con su lucha que es la de un país entero, por la justicia, la memoria y la no repetición.

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