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Suerte y poder

Por: Elizabeth Juárez Cordero

Se puede creer o no en la suerte, pero no se podrá negar que en la política como en la vida misma, el destino de una acción, de una obra u objetivo puede verse condicionado por las circunstancias, lo emergente, lo inesperado y todo aquello que en la incertidumbre de nuestra infinita humanidad de posibilidades puede favorecer o afectar el resultado esperado.

En la política, en cuyo núcleo discurre la lucha por el poder, se puede afirmar que la suerte de uno es por lo general la desdicha del otro; pues aún cuando la estrategia, conocimiento y habilidades de este último pueden ser visiblemente notables respecto del primero, este puede por suerte o por destino colocarse en una posición de mayor ventaja para hacerse del poder. El propio Maquiavelo en el Príncipe, destina numerosas líneas a la fortuna, la buena fortuna como medio para la obtención del poder, pero no en definitiva como único medio para mantenerle; ello solo es posible a través de la virtud.

El talento y la capacidad, naturales o aprendidos son determinantes en el éxito de quien detenta el poder, del gobernante. Para el florentino, el cincuenta por ciento pende de la fortuna y el otro cincuenta es resultado de la virtud, por lo que aquellos que, llegados al poder por suerte sin haberlo buscado o estar preparados para ello, tendrán que desarrollar prontamente la capacidad de ponerse a la altura de lo que la fortuna ha puesto en sus manos; no sin antes, reconocer el origen fortuito de su poder, sólo así podrán hacerse cimientos en tiempos adversos.

Aceptar esta condicionante azarosa, no reduce o limita la capacidad de la acción humana, sino que, por el contrario, coloca a la razón y la estrategia como diques de contención ante lo contingente, pues aún en la inevitable bravura de los ríos son estos la única posibilidad de reducir sus perniciosos efectos.  De ahí la importancia de que el político de profesión se encuentre preparado, listo para la adversidad tanto como para los buenos tiempos.

Es por ello que el sentido de oportunidad o la capacidad adaptativa son habilidades que bien entrenadas pueden ser una herramienta clave en la obtención del poder, pues este percibe el momento propicio para tomar tal o cual decisión en la pertinencia en tiempo y espacio, sí por las circunstancias, pero orientada por los objetivos y la estrategia. Este olfato político, casi instintivo, se desarrolla en la lectura histórica tanto como de la coyuntura, en el deseo permanente de aprender más que el resto sobre las artes de gobernar, de conocer lo que ocurre en el territorio propio como ajeno, pero sobre todo de ambicionar más que poder, la trascendencia.

El sentido de oportunidad no es sinónimo de oportunismo, pues no se trata de una renuncia a las ideas, creencias o valores propios por la oportunidad del momento, sino que es la ocasión idónea para el despliegue de los talentos y la obtención del objetivo. Esta capacidad no puede sino estar guiada por la responsabilidad pública, como esta conciencia de que sus acciones y omisiones, en y desde el poder, repercuten en la vida común.

Por lo que el dejar a la suerte el ejercicio de gobernar, al fluir contingente de los hechos, sin estrategia y sin razón, sería no solo falto de ética sino también irresponsable. No son pocos los ejemplos de quienes azarosamente las circunstancias les han llevado a ocupar posiciones de poder, que si bien cuestionables, por sí mismos no incurren en una anomalía, siempre que, se hagan cargo de la responsabilidad que constriñe el poder público en la vida de sus gobernados, pues en esa vocación recae el hacer de ese espacio de poder, algo más que el privilegio de la diosa fortuna.

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